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PIEZA DEL MES - SEPTIEMBRE 2016

Candeleros
Plata en su color, torneada y cincelada 
25.5 x 14.5 cm  
Antonio Ruiz de León
Taller cordobés
1779
Monasterio de Santa María del Valle, Zafra

 

 

 

 

La iluminación ritual de los edificios cultuales cristianos fue habitual desde los primeros tiempos, documentos antiguos cuentan la ingente cantidad de lámparas encendidas en una de las basílicas romanas. Sin embargo, no está claro para los liturgistas cuándo se inicia la costumbre de alumbrar el altar.

Aunque un mosaico del siglo IV o V, encontrado en Túnez, muestra el interior de una basílica, sobre cuya mesa hay tres candeleros, la primera referencia escrita sobre el uso litúrgico de velas es del siglo VIII. En el Ordo Romanus Primus se señala cómo los siete acólitos ceroferarios que acompañaban al Pontífice, tras la procesión de entrada, debían dejar a los lados del altar los cirios encendidos que portaban.

A comienzos del segundo milenio, en frescos y miniaturas que representan interiores eclesiales, ya se advierten sobre el altar dos velas; un uso litúrgico que ratifica el papa Inocencio III en De Sacro Altaris Mysterio a finales del siglo XII.

El ordenamiento litúrgico postrero prescribe como inexcusables en el altar dos velas encendidas para las misas rezadas, es decir, las más sencillas. Ya que en las cantadas o solemnes se pueden usar cuatro o seis velas, y siete si la preside el obispo diocesano.

Esta pareja de candeleros de altar es obra de uno de los plateros cordobeses más destacados del siglo XVIII: Antonio Ruiz de León el Viejo, cuya actividad se centra entre 1759 y 1786.

Siguen un diseño de la época de Carlos III, en el que las tres partes de que constan (pie, astil y mechero), aunque se distinguen mediante estrangulamientos, conservan su continuidad a través de los gallones y estrías helicoidales que los surcan.

 

Marcas:
Del artífice Antonio Ruiz de León (A/[R]VIZ), del contraste Mateo Martínez (-9/MART[ÍNEZ] y el león rampante de Córdoba.

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 Galería alta. Hasta el 30 de septiembre  piezames sep 16 cartela1 001

PIEZA DEL MES - JULIO/AGOSTO 2016

 

 

Nuestra Señora del Carmen
Terracota policromada, cristal, plata y madera dorada
60  x 20 x 19 cm 
Manuel Gutiérrez-Reyes Cano
Sevilla
Segunda mitad del siglo XIX

Monasterio de Santa María del Valle, Zafra

 

La orden de los carmelitas surge en el Monte Carmelo, allá en Tierra Santa en el siglo XII. Y lo hace inspirándose en la vida del profeta Elías y bajo el patronazgo de un icono de Nuestra Señora llevando a su Hijo en brazos.

Pero, las representaciones más frecuentes de la Virgen del Carmen surgen en el Seiscientos, aunque parten de una visión mística medieval: amaneciendo el 16 de julio de 1251, al Prior General san Simón Stock se le aparece la Virgen para entregarle el escapulario de su Orden y prometerle la salvación a quienes muriesen llevándolo.

El escapulario de color pardo, distintivo del hábito carmelitano, es una tira de tela, con una abertura por donde introducir la cabeza, que cuelga sobre el pecho y la espalda. Para el uso de los laicos se redujo a dos pedazos de tela, con simbología carmelita, unidos por cintas para colgar al cuello.

Ambos se ven superpuestos en la efigie mariana, que llevaría otro en su mano para ofrecerlo figuradamente al santo prior, a los fieles o a las ánimas del purgatorio.

La Virgen, representada como una joven de pose elegante, rostro amoroso y ensortijados cabellos, va revestida con el hábito carmelita: túnica y escapulario marrones y capa blanca, ornados con sencillas cenefas y motivos dorados. En su brazo izquierdo porta al Niño Jesús que mira arrobado el rostro de su Madre.

Es una pieza, en barro cocido y policromado, firmada por Manuel Gutiérrez-Reyes Cano (1845-1915), uno de los más reconocidos escultores decimonónicos sevillanos. Autor de una fecunda obra esencialmente religiosa, fue profesor de dibujo y modelado y restaurador de tallas procesionales.

 

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Hasta el 31 de agosto de 2016. Galería alta del Museo

PIEZA DEL MES - JUNIO 2016

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Santa Rosa de Lima
Óleo sobre lienzo
110 x 78.5 cm
Finales del siglo XVII

Monasterio de Santa María del Valle, Zafra

 

Aunque fue llamada Rosa por ser muy agraciada, en el bautismo (1586) se le impuso el nombre de Isabel y, de apellidos, Flores de Oliva. Tras su muerte (1617) y los procesos de beatificación (1668) y canonización (1671), es conocida como santa Rosa de Lima, patrona del Perú, de América y Filipinas y de la jardinería.

Fue la primera criolla elevada a los altares, pero su ascendencia era extremeña: su padre, de Baños de Montemayor y su abuela materna, de Zafra.

Al profesar como terciaria dominica y mantenerse seglar, habitaba en su casa, donde construyó un cobertizo en el huerto para retirarse. Allí llevó una vida marcada por la oración y la meditación, las visiones místicas y la mortificación y el ascetismo exagerados. Un comportamiento, tan insólito por su desmesura, que no se entendió bien, llegando a soportar críticas, reproches y burlas de familiares y vecinos y el interrogatorio del Santo Oficio.  

En el lienzo, la Santa aparece arrodillada sosteniendo en sus brazos al Niño Jesús con el orbe, al que contempla extasiada, mientras éste le ofrece una rosa. Un dorado rompimiento de gloria baña la escena que evoca una de sus visiones, en la que el Niño se le aparece para tomarla por esposa mística. La columna toscana y la cortina sitúan el suceso en un portal, abierto a una rosaleda.

Una sencilla mesa, a su lado, alude al trabajo manual en el que se ejercitaba y el libro, a sus lecturas devotas. La disciplina y la corona de espinas, sobre la toca monjil, a la dura penitencia que seguía. Y las rosas esparcidas, a las mujeres que, como ella, vivían apartadas del siglo pero no en comunidad.

 

 

Lienzo restaurado durante la campaña de verano de 2015 por el equipo dirigido por el profesor Dr. D. Francisco José Sánchez Concha, Facultad de Bellas Artes, Universidad de Sevilla. Con el apoyo de la Consejería de Cultura del Gobierno de Extremadura, el Excmo. Ayuntamiento de Zafra y los Amigos del Museo y del Patrimonio de Zafra.  

 

                           

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PIEZA DEL MES - MAYO 2016

Alba y cíngulo
Lino, encaje de malla e hilos
150 x 166 cm
Finales del siglo XIX

Monasterio de Santa María del Valle, Zafra

 

 

El alba es una túnica blanca, de uso común entre los celebrantes cristianos, que se pone sobre la sotana o la ropa ordinaria, y simboliza la pureza sacerdotal.

Tiene su origen, como otros ornamentos litúrgicos, en vestimentas de época romana. Entonces, los hombres, sobre la ropa interior, se colocaban una túnica o camisa de color claro, que llegaba a los talones y tenía mangas hasta las muñecas: era la túnica talaris et manicata, que se ceñía con un cordón. Encima iba la toga.

En la liturgia mantiene su carácter de vestidura inferior, al vestir los clérigos sobre ella la casulla, la dalmática o la capa pluvial.

Con el paso del tiempo, aunque el alba conserva su forma primigenia, tolerará ciertas modificaciones, respecto de las telas con las que se confeccionaba o de su anchura y ornato. Los faldones se volvieron anchos, las mangas se estrecharon. Se adornó con fimbrias de telas suntuosas o bordados. De la lana original se pasó al uso generalizado del lino. Y, desde el siglo XVI, se introdujo el uso de encajes que pasaron a ocupar el tercio inferior del alba y, a veces, la embocadura del cuello y los puños.

Heredero del cordón ceñidor de la túnica romana es el cíngulo o cingulum que se mantiene en la liturgia a la par que el alba. También evolucionó desde una ancha y larga cinta, ajustada con hebilla, a los cordones, rematados en borlas, habituales desde finales del siglo XV.

Su color, a diferencia del alba, puede cambiar con los tiempos litúrgicos y, aunque su simbolismo se vincula a la mortificación de las pasiones, también alude a los azotes con los que fue Cristo flagelado.

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Galería alta, hasta el 31 de mayo

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